
Antonia y Olga (fotografía de Alejandro Mallado, extraída de la página Planeta Jondo)
No soy crítica de flamenco, ni experta, ni siquiera «flamencóloga», pero cuando algo me gusta de veras y me impresiona, mi cabeza se pone a buscar palabras para intentar explicar la belleza de esa experiencia.
El sábado pasado, 29 de abril, día lluvioso y destemplando en El Escorial y en casi toda España, me retuvo en mi pueblo de adopción, cuando el programa folclórico era ir a ver y grabar la boda tradicional, con atuendos tradicionales tan preciosos como en Lagartera, pero en Navalcán (Toledo). Buscando planes alternativos a lo que suponía la suspensión del evento, me acerqué a la programación musical del pueblo de al lado -San Lorenzo del Escorial- y con sorpresa y placer, descubrí que, como era el Día Internacional de la Danza, los programadores del Real Coliseo de Carlos III, tiraban la casa por la ventana y nos traían a una bailaora cordobesa de rompe y rasga, Olga Pericet, con un espectáculo de baile flamenco-flamenco, pero creativo, moderno y clásico a la vez.
La conocía un poco de haberla visto en sus primeros tiempos, bailando con el gaditano Marco Flores. Ya entonces me llamó la atención su buen hacer y su planta flamenquísima -¡qué bien se mueven y parecen los cuerpos menudos!- pero el sábado pasado me dejó pasmada la maestría creadora con la que ha compuesto una serie de números de baile flamenco impecables -el manejo de la bata de cola en los abandolaos, el mantón en las cantiñas y mirabrás, y ese baile con pantalón y pelo suelo del taranto que recordaba el nervio de la catalana Carmen Amaya- y pensé … ¡Se ha convertido en una gran bailaora!; pero no sólo en eso: ¡hace creaciones contemporáneas!
Y a su lado, coautora de las músicas del espectáculo, otra grande y otra creadora que he visto crecer desde sus tímidos comienzos, Antonia Jiménez, y que se ha convertido en una guitarrista segura, capaz y maestra, con una compostura tranquila y nada exhibicionista (que me pone de los nervios en muchos colegas suyos del género masculino), feliz y disfrutando de su faena, y arropando con su toque fácil el baile de Olga y el cante de Miguel Lavi y Miguel Ortega. Todo un placer, contemplar baile flamenco-flamenco, con una soberbia guitarra y un cante poderoso e impecable.
Como últimamente, cargo continuamente con una cámara -para grabar verdiales o rondeñas veratas– estoy desarrollando una «mirada fotográfica» y me di cuenta de que Olga no sólo se mueve con precisión, soltura y belleza, sino que compone unas «paradas» y unas «figuras en quietud» portentosas ¡Qué planta tiene la moza! Así, que disfrutaba su baile, pero también esperaba con emoción ese momento en que el movimiento queda congelado en un retrato magnífico de lo que es la danza flamenca, para musitar -soy muy tímida en mis jaleos- un largo «olé».
Y esa mirada fotográfica que me acompaña en los últimos tiempos aún me dejo impresa en la retina otra imagen, para mí, tiernísima y conmovedora: la de Antonia Jiménez (guitarrista) y Miguel Lavi (cante), ellos dos solicos, en una esquina del escenario casi en penumbra, vestidos completamente de negro y los dos en masculino, arrancarse por soleá: una pareja «dispareja», porque el cantaor parecía un niño desvalido (con su voz ronca), arropado por una poderosa y amable mujer que controla la guitarra y la situación, y que sonreía al «niño cantaor» para ahuyentare todos sus miedos. No es lo habitual y por lo tanto, la imagen se me ha quedado grabada, más aún porque la soleá es el cante flamenco más solemne que yo conozco.
Para mis amigos malagueños y verdialeros, les pongo los abandolaos maravillosos que me arrancaron una sonrisa cuando vi a la cordobesa tocada con el sombrero de verdiales y … la bata de cola. Un homenaje a esos fandangos primitivos -verdiales- o evolucionados -rondeña- que tanto amo. Olé.